miércoles, 21 de noviembre de 2012

Función del juguete tradicional en Castilla y León


Es en la ciencia de los juguetes caseros donde se desarrolló la plena creatividad de los niños que, cuando dejaban de serlo, pasaban el testigo de sus secretos y saberes a quienes entonces empezaban sus juegos. Peonzas, peones, ripiones, prestos siempre a bailar, impulsados por el cordel que les envolvía; barajas formadas por la cubierta de las cajas donde se vendían los fósforos, verdaderos mazos de celebridades taurinas, políticas y del espectáculo; el aro siempre dispuesto a recorrer con su guía las calles y plazas del pueblo; la villarda aguzada en sus dos extremos y dispuesta a salir volando por el impulso del palo que la golpeaba; y tantos y tantos otros juguetes perecederos, que desde el zoo de papel que crea la papiroflexia hasta el mundo de las canicas –hechas a mano con barro o compradas en el paraíso fantástico del bazar– llenaron una infancia sin medios audiovisuales. Los juguetes marcaron profundamente la diferencia entre sexos, pues niños y niñas debían ejercitarse desde pequeños en las funciones que la vida iba a despertarles; y así las niñas tenían desde pequeñas que andar con los alfileres que clavaban con perfecto orden en los pulidos acericos que con papel o tela fabricaban ellas mismas. Los cacharritos iban a ser el menaje donde comenzaran sus experimentos culinarios y no faltaba en aquella batería un cantarito de barro donde traer al cuadril o en la cabeza el agua de la fuente. Las más afortunadas dispondrían de un diávolo traído de la ciudad y fabricaban un yo-yo emparejando con hilo dos botones grandes. Pero en las tabas y en los curiosos nombres que daban a sus paredes, tenían las niñas el equivalente de las bolas de barro que sus compañeros fabricaban, y que eran el más barato y asequible juguete.

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